Los que cambiaron y los que murieron

El verano de mil novecientos once se promete feliz para los habitantes del condado de Warwickshire. Absolutamente nadie se imagina que una enigmática epidemia está a puntito de partir la comunidad en dos: los que cambiaron y los que murieron.

Un episodio de resonancias bíblicas preludia la catástrofe por venir: el río se desborda, inundando los campos y trayendo el caos a la por sí embrollada vida de la familia Willoweed. Los patos nadan a sus anchas por el caserón anegado, cerdos sin vida flotan a la deriva y el viudo Ebin y sus hijas, Emma y Hattie, navegan en un bote de remos por el jardín sumergido. Mientras que tanto, las sirvientas hacen lo posible por restaurar el orden familiar y la abuela Willoweed, tiránica y sueca como una tapia, se viste de gala para festejar su aniversario. A la destrucción natural le prosigue una serie de catástrofes, muertes y suicidios que semejan fruto de un apocalipsis planeado más que del azar.

El periódico local titula: «¿Quién va a ser la próxima víctima que se va a cobrar esta insensatez mortal?». La busca de una explicación a la epidemia transforma al panadero en chivo expiatorio y lúcida los más bajos instintos de los paisanos. Hay quien ve en la nueva situación una ocasión para pescar en río revuelto. Es el caso de Ebin, que se apresta a reanudar su truncada vocación de cronista, incluso a costa de contribuir al pavor con el sensacionalismo de sus titulares, sin sospechar que la epidemia no va a tardar en llamar a su puerta.

Los que cambiaron y los que murieron fue prohibida en Irlanda por la crueldad de sus imágenes cuando se publicó en mil novecientos cincuenta y cuatro. No se nos ocurre mejor elogio que la censura para esta tragicomedia en la que Barbase Comyns plasma los efectos de la catástrofe sobre una comunidad y prueba una sensibilidad pasmosa para captar la fuerza a un tiempo edénica y espantosa del planeta natural.